Profetizar no significa pronosticar el futuro por leer las
entrañas de una gallina, sino decir la verdad de hoy que
Dios nos quiere comunicar. Los profetas sufren por la
opinión pública. Ezequiel salió del clericalismo para
retar a Israel. Pablo andaba perseguido y en cadenas. El
Bautista fue considerado loco y Jesús inútil o borracho
por sus paisanos. Sin embargo, a pesar del conflicto, el
aceite bautismal llama hasta a nuestro hijo más pequeño a
ser profeta.
El profeta no sale a la ciudad de un santuario perfumado,
sino de una visión que exige justicia, amor y compasión
como parte esencial de la vida humana.
Los profetas modernos también molestan porque nos exigen
lo que no queremos dar. La lucha del Consejo Urbano a
favor de las familias sin casa hace nerviosos a los
consejales del alcalde y a nosotros. Sin duda, losmédicos
que sirven en las clínicas médicas de los campesinos
californianos confunden a los administradores de la
Asociación Médica.
Todos estos han tocado el pueblo con una verdad. Sin
embargo, preferimos no escuchar lo que nos dicen ni ser
forzados a responderles de cerca. Sin embargo, la verdad
es como el agua, toda bendita si no le metemos veneno. Al
oír la verdad, la gente responderá. Y si se trata de una
verdad no hablada por mucho tiempo, nos traerá flores y
comida para los a quienes más falta hacen la belleza y el
alimento.
El don más rico de Dios es nuestra propia vida relacionada
a los demás. Ella se llama "gracia" porque trae
consigo los elementos de gratitud y compañerismo. La
profecía proclama la importancia de toda vida, pero
también exige algo diferente según las actitudes positivas
o negativas de la misma sociedad. En el tercer capítulo de
Eclesiastés, Dios asevera que no habrá futuro para el
pueblo israelita exiliado e incapaz de desarrollar su
cultura o escribir la historia de sus hijos. En otro
momento, el Salmo 8º insiste en que somos como ángeles y
dioses. Así estamos siempre reflejados, positiva o
negativamente por la Palabra de Dios.
La profecía no es palabra de un individuo, sino el mensaje
percibido en el corazón de todo lo que hay y que se
proclama a voz alta porque lo reconocemos como la
comunicación del mismo Dios. Isaías y Jeremías no se
escondieron detrás de sus palabras, sino las escogían con
cuidado por su impacto dramático. Elías y Eliseo tanto
encarnaron la palabra del Señor en su acción que nos
acordamos, no de sus escritos, sino de las estrategias que
llevaron en contra de los gobiernos arbitrarios y
malvados.
En esta época de la comunicación absoluta, todo parece
exagerado y de poco sentido. Los lectores sonreídos de las
noticias, sin motivos, nos hablan de asesinatos e
incendios, pero como si los eventos no tuvieran nada que
ver con nuestra marcada falta de solidaridad con los
marginados. Entre una y otra propaganda de la MacDonald,
no se menciona el hecho que el gobierno de los EE.UU. una
vez más ha extendido su benevolencia al tercer mundo
asegurandole el asesoramiento y venta de armas para sus
guerras.
La profecía no es un aviso de los medios populares de
comunicación, sino el comentario claro sobre los valores
que se viven para promover la relación humana. Es la
pregunta lanzada por Dios a los pueblos que suelen decirse
hijos del Creador y Liberador, pero que nunca crean y
jamás liberan a nadie. Por medio de la profecía, Dios nos
recuerda la palabra inicial que nos hace organizadores del
mundo y que nos relaciona con Dios y el universo.
Los profetas que hoy nos invitan a vivir las normas
evangélicas no son siempre las personas que predican en
templos o escriben los documentos episcopales y papales,
sino otros que se paran en las calles en donde nosotros
mismos tememos que estar y nos dicen palabras que nos
hacen temblar, llamándonos así de la complacencia con que
nos conformamos vivir.
Donaldo Headley
|