Escucha esta frase consoladora de la primera lectura para este domingo.
Mas para vosotros, los
que teméis mi nombre,
nacerá el sol de justicia,
debajo de cuyas alas
está la salvación
¡La justicia, con la salvación debajo de sus alas! ¡Cuánto tiempo llevamos ya deseando esto!
Pero, ¿qué significa “temer” en este contexto? Mucha gente teme algo. La Escritura no nos habla del tipo de miedo que experimentamos con una película de horror. Tampoco de ese ruido misterioso que escuchamos mientras estamos solos en la casa. El temor de Dios es más bien una impresión más razonable, más estable, el asombro que sentimos ante eso que es mucho más grande que nosotros. El Evangelio emplea este término en su sentido más antiguo, la actitud reverente de honrar al Creador.
Este tipo de “temor” es imprescindible para nosotros. Sólo cuando lo sentimos estamos preparados para entrar en una relación con Dios, para madurar en nuestra relación con el Altísimo. Sólo entonces empezamos a imaginar lo que de veras significa decir que Dios es Amor.
El entrar en esa relación madura con Dios requiere una revolución continua en nuestras vidas, como la que provocó Copernico. ¿Recuerdas? El nos enseñó que el Sol no gira alreadedor de la Tierra, sino que la Tierra gira alrededor del Sol.
Espiritualmente, la mayoría de nosotros es pre-copernicana. Creemos
que el papel de Dios es girar alrededor de nosotros, como si
nosotros--unos asteroides muy pequeños--fuéramos el centro del
universo. Declaramos que Dios está allí para apoyarnos, para responder
a nuestras súplicas, para hacernos pacíficos, para hacer que nuestro
equipo gane el partido, y cosas por el estilo.
Nada de eso tiene nada de malo. Sin embargo, nos hace mucha falta una revolución copernicana. Dios no existe para servirme a mí. Todo lo contrario. ¡Dios es el centro del universo!
Dios mantiene en existencia constantemente todo lo que hay: las estrellas, las galaxias, las tierras, los mares, las ciudades, los corazones humanos, las alas de las mariposas, y todo lo demás. Le debemos reverencia a Dios.
Se requiere toda una transformación espiritual para pensar de esta manera. ¿Qué pasaría si tú y yo lo intentáramos?
Primero, viviríamos en la verdad, en lugar de la falsedad. ¿En qué verdad? La verdad que los seres humanos son creados para acoger a este Dios verdadero dentro de sí, ya que Dios es la fuente y la meta de lo que ellos son. Esta verdad en vez de los valores temporales de moda en el momento. Si Dios es el más grande, ¿por qué hacer de otra cosa el centro de nuestra vida?
Segundo, el “sol de justicia debajo de cuyas alas está la salvación” nos iluminaría. El amor de Dios estaría presente para nosotros de verdad, y no simplemente como un juguete o como una manera de encontrar un sitio para estacionar. Empezaríamos a ver a Dios como la tierna fuente de la vida y la madre cariñosa del universo entero.
Tercero, se acerca el Advenimiento. Nos prepararemos para recibir una invitación afectuosa, encarnada en un niño. Ahora, en los días antes del Advenimiento, estamos recibiendo la grandeza de Dios con temor y con asombro...
... para hacernos suficientemente humildes para recibir al niño.
Suficientemente humildes. Tanto la primera lectura como el Evangelio vociferan sobre el día del juicio cuando “se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino” con el fin de hacernos humildes. Estas lecturas de veras nos causan temor y asombro, y nos enseñan quién está en el centro del universo...
... esperando a que nos bajemos de nuestros tronos.
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autor de esta reflexión:
Fr. Juan Foley, SJ