Piensa en la manera encantadora que tienen los animales domésticos de reconocer a sus dueños. Los perros casi entran en frenesí cuando llegas a casa, aunque hayas estado fuera por diez minutos. Si acaba de aparecer ante sus ojos el mismísimo cielo, un episodio de histeria les parece poco.
En alguna parte, habrá gatos que también festejan la llegadada de su dueño, pero la mayoría tiene una reacción opuesta a la de los perros, “Ah, ere tú,” parecen decir, aburridos.
Sé de una excepción. El gato de mi primo era indiferente a casi todos, pero cuando yo entraba en la casa se dirigía directamente a mí y mostraba su deseo de ser acariciado por mí. No sé si eso era un cumplido o no; tampoco lo puedo explicar. Aun si hacía meses que no me veía, se comportaba igual.
A juzgar por sus relatos, Jesús también se fijaba mucho en los animales. Durante sus viajes por los campos, había observado muchas veces a los pastores con sus ovejas y había notado la fuerza de su amistad. No era como con los perros y los gatos, pero era sincera. Los pastores protegían a sus ovejas, los vigilaban, los conducía hacia el pasto y el agua. En una ocasión, Jesús hasta compara una muchedumbre desordenada de personas a “ovejas sin pastor.” (San Mateo 9: 36)
Tengo entendido que en el Jerusalén de los tiempos de Jesús, varios rebaños llegaban con sus respectivos pastores a un solo redil, donde todas las ovejas entraban. Eso suponía un rebaño numeroso, y no se acostumbraba marcar las ovejas para distinguir las unas de las otras. Es más, a diferencia de los perros, las ovejas no se vuelven locas cuando ven a su pastor.
Así que, ¿cómo podía cada pastor recuperar sus propias ovejas?
De dos maneras.
Primero, el pastor conocía a sus ovejas. A veces, tenía un nombre particular para cada animal de su rebaño. Y segundo, las ovejas reconocían inmediatamente la voz de su pastor. Cuando él las llamaba, las ovejas simplemente se levantaban a lo seguían por la puerta del redil.
Jesús hace referencia a esta familiaridad en la breve lectura del Evangelio para este domingo. “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen,” dice. ¿No has añorado alguna vez la voz de alguien que pudiera resolverlo todo, que pudiera quitarte de encima tus pesares? ¿Alguien que pudiera llamarte por tu nombre y que te amara?
Dice Jesús que él es esa persona.
“Nunca perecerán,” dice, mientras te sostiene en sus propias manos. Es el Padre que le ha dado a Jesús sus ovejas. ¿Quién sería capaz de revocar ese regalo?
Sospecho que tú sí reconoces la voz de Jesús cuando la escuchas. Te emocionas, por ejemplo, cuando escuchas una lectura del Evangelio en la que confías. O cuando recibes el pan de la vida eterna y el caliz de la salvación—no como un desconocido sino como miembro del rebaño amado y cuidadosamente protegido.
¿Qué tal te parece tratar de darte cuenta este domingo de si tu espíritu se inclina hacia Jesús? Tal vez te acomodas en su regazo para que te cuide.
Tu alma lo busca siempre.
Y él te encuentra.
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autor de esta reflexión:
Fr. Juan Foley, SJ